Praga plagal: leimotiv apacentado
difracta lo que en el vano relumbra,
agorea la gregaria voz, de escanciar cansada
en el fiel, estribillista de alabanzas
que a la memoria emigra. El tarareo
propinó más de un cuanto, irradió
lo que a goteo descontaba triunfar
por abandono, hacer con estilo
pagar al adlátere -caminarlo,
en fin.
Aterida cada definitiva huella
en la escarcha de la tarde, el escarceo
de Bentley con la fugacidad dispuso
un inédito y ulterior episodio:
su registro. Microscópico y fractal
como fue el instante en que fascinación
y nieve establecieron en el pequeño
willie un pacto y la certeza de una infancia
perenne como sino -aunque de ello no haya
más constancia que estas perfectibles líneas.
(frente a algunos poemas de Eduardo Espina)
Me les encuentro leyendo:
verso por verso hasta bando
que nace punteado, incesa
del huso al pespunte,
acordela la voz de brocal
emitida, megafónica,
aspersa a través de sonora
miríada que atraviesa
los ojos, el recite. Pero
algo pasa: al pozo.
Recomienzo: hendiendo
con alta voz lo silente
de lo escrito, atesonando
el tanteo de dar fondo
a la hoja que de esparce es,
pero: a mayor embale, envaine.
Mordido el anzuelo
del sentido, de su busca,
es mi peso el que desata
esta vez la hondonada.
Reviro el yerro, entonces,
nuevo intento: al fin
distensa la tanza, manso
el arrecie de los versos
que, ahora sí, tienden su don.
Desbande de mí, pestaña
vibrátil, devenir arrecife:
ya no yo lo que transita
de la boca al papel,
del brocado a la broca.
¿Cómo abrir una voz
sino siendo paciente
rumiando escupiendo
especulando
observando a trasluz en el margen vacío
forzando la mirada
como a través de una cerradura
cuya llave ha sido perdida
antes del primer balbuceo
mucho antes
de rozada toda sábana?